Por: Gabriela Murray
Te quiero contar cómo llegamos a la capoeira y sobre todo, por qué seguimos en ella. José y yo nos conocimos en las hermosas aguas del Caribe y le pedimos a los duendes mayas que nos dieran un regalo hermoso: Nicolás. Siempre fue un niño esperado, procuramos hacer lo que consideramos mejor para ofrecerle las herramientas que pensamos le ayudan para ser un mejor ser humano cada día.
Rodeado de las mejores intenciones, lo llevamos a estimulación temprana, le cantábamos y masajeábamos desde bien chiquito. Siempre tuvimos a la mano buen material para leer y saber que las expresiones y manifestaciones artísticas estimulan áreas creativas en cada uno de nosotros, y en carne propia saber que el cuerpo puede ser un instrumento para conducir nuestros sentimientos y canalizar nuestras emociones.
Nicolás aprendió a nadar y también tomaba clases de iniciación musical. Yo quería que tuviera la disciplina de un arte marcial, pero sin la violencia… Probamos una clase de yoga, pero soñaba con algo que uniera cosas, quería algo donde Nicolás pudiera hacer ejercicio jugando, sin que fuera una tortura o en donde sintiera competencia exhaustiva. Quería algo en donde pudiera bailar y trabajar en equipo…
Así es que cuando tenía alrededor de cuatro años me di a la tarea de buscar opciones para que Nicolás pudiera experimentar esto en su camino. Probamos a un sinfín de alternativas, porque hoy en día cualquiera oferta «talleres para niños», pero no cualquiera los estimula y enseña habilidades verdaderas, y esto lo digo porque un día mi amiga del curso psicoprofiláctico me dijo: “¿Vamos a una clase de Capoeira?” Le pregunté qué era eso y me respondió que una clase como de un baile marcial.
Ese día llegamos a un salón grande y con una energía acogedora. Los niños corrían alrededor y se miraban de vez en cuando en los enormes espejos. Al fondo una mujer, con un cuerpo que solo lo dan muchas horas de trabajo, me saludo sonriente, y para mí grata sorpresa ¡era Rosalinda! Mi compañera de travesuras en Actores del Método… Hacia veinte años que no nos veíamos, así es que después de saludarnos animadas, me senté a ver su clase. ¡Wow, qué sorpresa! ¡Qué encanto! ¡Todo cobra sentido!
Saber que Nicolás estaría con una bailarina profesional, que ha dedicado su vida y su cuerpo a la danza, y que su preparación en el arte de la capoeira es evidente, sin dejar de señalar su encanto personal que cautiva y motiva a los chiquillos, me dio mucha satisfacción. Ese mismo día me dio detalles de horarios y costos e inscribí a Nicolás. Siempre fue muy contento y le animaba cada clase ir alcanzando más y más metas, poder superarse a sí mismo, y ver cómo los mayores han alcanzado más habilidades, no como una competencia, sí como un estímulo.
Para terminar esta historia que comparto con emoción, antes de finalizar ese año de clases, Rosalinda me invitó a un fin de semana de capoeira. No entendía nada, sólo veía gente en la Glorieta de la Palma, ¡había un ambiente padrísimo! Cuando los maestros hicieron su Roda, los admiramos boquiabiertos, Nicolás con una sonrisa enorme me dijo: “¡Mamá, este baile es también para hombres!”
Quién sabe que se habría imaginado Nicolás, pero seguro que en estos años ha aprendido a mover y controlar su cuerpo, cantar con entusiasmo y tocar instrumentos al principio de cada clase… Tiene metas, quiere hacer cosas que hacen los más experimentados. Hay un trabajo en equipo lleno de amor y sabiduría que quiero agradecer profundamente a los responsables y al universo en especial por ponernos en este camino.
¡Axé!
Fotografía: Javier Campuzano (Prof. Banano)